El espejo africano - Liliana Bodoc - Capítulo 1

El espejo africano

por Liliana Bodoc

Hay objetos que jamás nos pertenecerán del todo. No importa que se trate de antiguas reliquias familiares, pasadas de mano en mano a través de las generaciones. No importa si los recibimos como regalo de cumpleaños o si pagamos por ellos una buena cantidad de dinero… Estos objetos guardan siempre un revés, una raíz que se extiende hacia otras realidades, un bolsillo secreto. Son objetos con rincones que no podemos limpiar ni entender. Objetos que se marchan cuando dormimos y regresan al amanecer.
Los espejos, por ejemplo. No hay duda alguna de que los espejos pertenecen a esta categoría. Más aún… Si tuviésemos que hacer una lista de objetos fantasmales, rebeldes, incontrolables, los espejos ocuparían el primer lugar.
Mucho se escribió sobre ellos. Poemas y cuentos, leyendas y relatos de horror. Se ha dicho que son puertas hacia países fantásticos. Se ha dicho que son capaces de responder, con sinceridad, las oscuras preguntas de una madrastra. «Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa?»
Pero aun así, con tanta letra escrita, siempre habrá nuevas cosas que contar, porque en los espejos cabe el mundo entero.
*
Esta es la historia de un espejo en particular. Pequeño, casi del tamaño de la palma de una mano. Y enmarcado en ébano. Un espejo que cruzó el mar para ser parte de múltiples historias, no todas buenas, no todas malas.
Un pequeño espejo que enlazó los destinos de distintas personas en distintos tiempos.
En el comienzo hay un atardecer rojo y polvoriento, atravesado por una manada de cebras. Un paisaje extendido en su propia soledad que, aunque desde lejos puede parecer un dibujo, es de carne y hueso. De sed y música.
Hay también un sonido que trae el viento.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Son tambores los que están hablando, los que están llorando.
¿Y por qué tambores?
Porque la historia de este pequeño espejo, enmarcado en ébano lustroso, comienza en el África.

1
Entre África y América del Sur.
1779 a 1791, aproximadamente
La costumbre de cargar cestos en la cabeza los mantenía erguidos. Y con el pensamiento más cerca del cielo que de los pies.
Era una aldea con pocos habitantes, donde cada uno hacía su parte del trabajo y tenía su lugar en las danzas. Aquellas personas conocían la diferencia entre un fuego sagrado y un fuego familiar donde asar alimentos. Separaban sin dificultad las plantas benéficas de las maliciosas; aceptaban las lluvias y las sequías. Y cuando se tendían a descansar, eran capaces de reconocer cientos de formas en las nubes.
Imaoma era un joven cazador, tan diestro que la aldea entera lo consideraba un elegido de los Antepasados.
*
Atima era una hermosa muchacha, buena en el arte de teñir plumas y coser pieles.
Eran tiempos de cacería.
El día había amanecido con olor a madera. Y el más anciano de la aldea miraba a su alrededor con una sonrisa divertida, como si supiese que algo agradable estaba a punto de suceder.
Imaoma miró a la joven Atima por la mañana. La miró con fijeza y siguió andando.
Imaoma miró a Atima por la tarde. Ella se cubrió las mejillas con las manos y puso su pie derecho sobre su pie izquierdo.
Cuando cayó la noche y la aldea entera se reunía alrededor del fuego, Imaoma volvió a mirarla. ¡Todo estaba dicho!
Tres miradas de un hombre a una mujer, en el curso de un día, eran invitación a boda, siempre que las familias aceptaran.
Y las familias aceptaron, porque Imaoma y Atima eran los dos ojos de un mismo pez, las dos laderas de una misma montaña. Y tendrían una descendencia saludable.
Los festejos se realizaron poco tiempo después. Hubo carne y fruta para toda la gente de la aldea. Y para algunos parientes que llegaron de lejos.
Atima le dio a su esposo un brazalete de piel como regalo.
Imaoma le dio a su esposa un pequeño espejo enmarcado en ébano, que él mismo había tallado con paciencia.
Alzaron una choza en el sitio indicado por los mayores. Y la vida continuó su curso al son de los tambores.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Pero al año siguiente, los tambores empezaron a anunciar desgracias. Primero unos, después otros… Todos los tambores resonaban con mensajes confusos. Como si no estuviesen seguros de sus visiones. O se apenaran de asustar a los hombres con tan malas noticias.
El tiempo caminó a su modo, ni rápido ni lento. Y pasó otro año.
Los tambores continuaban sonando roncos y tristes. Ellos sabían, anunciaban, advertían que grandes males se avecinaban.
Tres años y algunas lluvias habían pasado desde la boda de Imaoma y Atima. Para entonces, los tambores repetían un solo mensaje: «Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón. Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón».
Atima se había alejado de la aldea, buscando frutos comestibles. Su pequeña hija estaba junto a ella. La niña iba a cumplir tres años, y eso significaba que todavía llevaba el nombre de sus padres. Cuando cumpliera doce años, ella misma elegiría el nombre para el resto de su vida. Mientras tanto, era «Atima», por su madre. Y era «Imaoma», por su padre. Es que la gente de aquellas aldeas les daban a los nombres su justo tiempo y su verdadera importancia.
Atima, la madre, y Atima Imaoma, la niña, juntaban frutos y cantaban. Pero no estaban solas, ni a salvo…
Muy cerca de ellas, unos hombres de piel descolorida las miraban desde la espesura, con ojos brillantes como monedas de plata. Eran cazadores de hombres y preparaban las redes, se humedecían los labios con la lengua, tensaban sus corazones.
Los cazadores comenzaron a avanzar sin hacer ningún ruido.
Atima Imaoma preguntaba cantando. Atima, su madre, respondía del mismo modo.
Los cazadores tenían órdenes precisas: aquella vez debían ser niños. El mercado de esclavos los necesitaba, y pagaba por ellos buenas sumas de dinero. Además, cabían mayor cantidad en un barco, requerían menos alimentos y ocasionaban pocos problemas.
Atima le dio a su pequeña hija un fruto rojo y repleto de jugo. Atima Imaoma lo mordió con gusto. Y el jugo dulce le ensució la boca.
Los hombres de piel descolorida eran, igual que Imaoma, grandes cazadores. Pero Imaoma cazaba con lanzas, y ellos con redes. Imaoma cazaba animales para que la aldea entera tuviera alimento. En cambio, la red de los cazadores cayó sobre Atima Imaoma. Sobre su vida, sobre su boca sucia de jugo rojo.
La pequeña creyó que se trataba de una lluvia distinta a las que conocía. Quiso extender los brazos hacia su madre, pero las sogas la atraparon más todavía. Sus ojos negros cabían perfectos, húmedos, en los agujeros de la red.
Atima, la madre, peleó contra los cazadores tanto como pudo. Y gritó con la fuerza de siete gargantas. Sin embargo, era apenas una delgada mujer que nada podía contra un grupo de hombres. Cuando acabó de comprenderlo, Atima se desprendió de la cintura una bolsita de cuero, y se acercó a uno de los cazadores, suplicando en su lengua.
Las súplicas se comprenden en cualquier idioma. Y en casi todos los corazones pueden quedar ventanas abiertas.
El hombre que estaba al mando entendió lo que Atima deseaba. Tomó la bolsita de cuero y comprobó su contenido: dentro de ella solo había un pequeño espejo.
-¿Quieres dárselo a tu niña? -preguntó.
Atima lo miró esperanzada.
Entonces, el hombre metió sus grandes manos por la red y colgó el amuleto al cuello de Atima Imaoma. Y en ese gesto, agotó su bondad.
Atima Imaoma se iba para siempre.
El barco en el que la llevaron, con otros cientos de esclavos, cruzó el ancho mar hasta llegar a una tierra donde la gente compraba gente.
*
-¡Vean la fuerza de este jovencito! ¡Vean el porte…!
-¡Aquí, aquí…! ¡Los dientes de esta niña lo dicen todo! ¡Sana, fuerte, a buen precio!
Los esposos Fontezo y Cabrera caminaban por las calles del mercado de esclavos.
Aquel día no tenían intenciones de comprar. Solamente habían ido a curiosear y a comentar los últimos sucesos. Habrá que decir que se trataba de gente importante para la cual la ciudad no tenía secretos.
-Mire esa niña -la señora Fontezo y Cabrera detuvo a su esposo tomándolo del brazo. Enseguida se acercó a una de las pequeñas que estaban en venta y le sonrió.
Atima Imaoma la miró con seriedad, aunque sin miedo ni enojo.
-No pretenda comprarla -se adelantó su esposo-. No es necesaria ahora.
-Es verdad -admitió su esposa-. ¡Pero mire sus ojos
-Mujer, he dicho que no nos hace falta.
La señora Fontezo y Cabrera tenía una opinión distinta. Y la expresó con entusiasmo.
-Claro que hace falta… Esta niña debe tener la edad de nuestra Raquel. ¿No cree usted que podría ser su doncella personal?
El señor Fontezo y Cabrera tuvo que aceptar que aquella africanita tenía algo especial.
-¿Qué llevás ahí? -le preguntó, señalando la bolsita que colgaba de su cuello.
Atima Imaoma no entendió las palabras, pero entendió el gesto. Y enseguida, protegió con sus dos manos la herencia de su madre sin saber que, de ese modo, se ganaba la voluntad de su futuro amo.
-Vaya con su carácter -dijo el señor Fontezo y Cabrera, complacido con la bravura de la pequeña, igual que se complacía viendo cómo mostraban los dientes sus valiosos cachorros de caza.
Entonces, como el precio que pedían por ella le pareció razonable, decidió que la llevarían consigo.
Al momento de comprar un esclavo era necesario ponerle un nombre, de modo que quedara asentado en las notas de propiedad.
-La llamaremos…, ¿cómo la llamaremos?
Entre todos los niños que estaban a la venta, aquella era la única que no profería sonido alguno. Entonces, el señor Fontezo y Cabrera encontró el nombre que buscaba:
-La llamaremos Silencio -dijo.
*
Bien podría decirse que Silencio fue afortunada.
El matrimonio Fontezo y Cabrera tenía una sola hija. Y Silencio fue destinada a ser su doncella.
Silencio fue tratada con benevolencia. Tenía buena comida, buena ropa y buen trato. Pasaba casi todo el tiempo con Raquel. Recibía algunos de su juguetes en desuso, compartía sus dulces. De vez en cuando, si a Raquel le dolía la panza o tenía catarro, Silencio se acostaba sobre sus pies para mantener el calor de su amita enferma. Y eso era mucho mejor que dormir en las barracas frías.
Raquel y Silencio crecieron juntas.
Raquel aprendía las danzas de salón y luego se las enseñaba a Silencio. Silencio estaba obligada a ayudar en algunos quehaceres domésticos, y Raquel se aburría. Cuando Raquel tuvo que aprender las labores, que correspondían a una niña educada, se empeñó en que Silencio aprendiera con ella. De otro modo tejía mal y bordaba peor.
-Será mejor que Silencio esté con ella -dijo su madre.
Y el señor Fontezo y Cabrera acabó por aceptar.
Raquel creció con alegría. Y Silencio agradeció la suerte que le había tocado en casa de sus amos.
En la cocina, Silencio solía escuchar los relatos que las cocineras negras hacían sobre tormentos y castigos que recibían los esclavos en otras casas. Lluvias de azotes si se les veía un mal gesto, cadenas si desobedecían o haraganeaban. Muerte por sed si intentaban escaparse.
-Demos gracias por la bondad de nuestros amos -decían las negras ancianas.
Silencio daba gracias con ellas.
Pero Silencio tenía una tristeza: su nombre. Por mucho que se esforzara, no lograba recordar el nombre que tenía en su tierra. Mientras más intentaba recuperarlo, más se alejaban los sonidos. Y una voz de mujer, llamándola, se mezclaba con los trinos y los rugidos de una selva distante.
A veces, Raquel encontraba a Silencio mirándose en su pequeño espejo, con los ojos perfectos, húmedos.
-¿Estás triste, Silencio? ¿Pensás en tu nombre? Si querés probamos a ver si te acordás.
Entonces, comenzaba una lista: María, Mercedes, Pilar, Inés, Antonia.
-Esos no -decía Silencio.
-Aurora, Matilde, Jacinta…
-Esos tampoco.
Y el nombre africano se perdía, retrocedía a un sitio donde la memoria ya no encuentra caminos de regreso.
*
Para su cumpleaños número doce, Raquel le pidió a su padre un regalo especial. La niña deseaba enseñarle a Silencio las letras y los números.
-¿No tiene usted mejores cosas que hacer? -le preguntó el señor Fontezo y Cabrera a su hija.
-No me gusta bordar. Me gusta ser maestra.
-¡Conque le gusta ser maestra…! Entonces puede enseñarles a sus primos pequeños.
-Ellos solo vienen de vez en cuando.
El señor Fontezo y Cabrera dio una profunda pitada a su cigarro. Después pronunció palabras llenas de humo.
-Entienda y recuerde que ellos no poseen un alma como la nuestra. Y por lo tanto, no poseen nuestras capacidades.
-Pero Silencio está siempre conmigo y es como si fuera un poquito blanca.
Aquella tarde, la mirada severa de su padre dio por acabada la conversación.
Sin embargo, Raquel insistió al día siguiente. Y al siguiente.
En esta oportunidad, el señor Fontezo y Cabrera demoraba en ceder al pedido de su hija. Sabía que semejante cosa no sería bien vista por sus amigos. ¿Es cierto que en tu casa los esclavos aprenden a leer y escribir?, preguntarían. ¡Un asunto inaceptable!, murmurarían a sus espaldas. Pero por otro lado pensaba que, de seguir las cosas tal como iban, pronto se vería obligado a negarle, y aun a quitarle, a su pequeña Raquel, las ventajas con las que había crecido. ¡Y el señor Fontezo y Cabrera había aprendido que el lujo resulta natural como el aire cuando se lo conoce desde la cuna!
Al fin, pudo más este pensamiento.
-¡Pongo una estricta condición…! -dijo el señor Fontezo y Cabrera antes de darse por vencido-. Que esto sea un secreto. Usted le dará esas clases en el granero, y no lo contará a sus amistades. Ni a sus primos.
Raquel y Silencio buscaron una madera bastante grande y lisa, que apoyaron contra una de las paredes del granero. Allí escribirían las letras y los números con pedazos de yeso. Luego acomodaron unos fardos de heno como asientos. Y tuvieron su escuela.
Por su parte, el señor Fontezo y Cabrera se tranquilizó imaginando que aquel juego aburriría muy pronto a su hija.
¡Cuánto se equivocó!
Los meses pasaron… Y el granero donde Raquel le enseñaba a Silencio las letras y los números jamás estuvo ocioso.
La vida transcurría con bien. O al menos, eso parecía.
A veces, Silencio solía tomar su espejo y, frente al cristal, intentaba recordar su nombre.
Josefina, Alma, Anita…
-Esos no.
Aurelia, Magdalena…
-Esos tampoco.
*
Era una siesta calurosa de diciembre en la ciudad rioplatense del año 1791.
El señor Fontezo y Cabrera y su esposa mandaron llamar a Raquel para hablar con ella sobre algo importante. Aquello no hubiese sido extraño. Era frecuente que, ante cualquier falta de Raquel, sus padres se esforzaran en largas amonestaciones, intercaladas con fábulas y versículos. Pero esa vez parecía diferente.
Raquel no imaginaba lo que estaba a punto de escuchar, porque nadie le había advertido que la situación económica de la familia era desesperada. Y que su padre enfrentaba el fantasma de la ruina.
-Verá usted, hija -dijo el señor Fontezo y Cabrera-, las cosas por aquí no están del todo bien…
La esposa del señor Fontezo y Cabrera no alzaba la vista de su bordado. Sin cesar, daba puntadas verdes y puntadas azules en los bordes de un mantel de hilo.
-He intentado demorar esto -continuó el padre-. Sin embargo, ya no hay manera de retrasar algunas tristes decisiones. Son decisiones que me pesan, créame. Me pesan mucho.
Justo entonces, su esposa se pinchó el dedo con la aguja. Una puntada roja en el ramo de flores que bordaba.
-Necesitamos reunir algún dinero, y para eso deberemos desprendernos de ciertas cosas de valor. Alhajas de su madre, los caballos de raza…
En el mantel de hilo, las flores se marchitaban apenas bordadas. Quizá por eso, el señor Fontezo y Cabrera se dispuso a decir todo de una sola vez. Y con tono que no dejara lugar a reclamos.
-…y algunos de nuestros esclavos. Silencio es una de nuestras siervas domésticas de mayor valor. Joven, sana y de buen carácter, de manera que…
Raquel había entendido.
-Podría vender una cocinera -comenzó a decir Raquel-. Siempre dice usted que son de las mejores y que sus amigos las envidian…
-Compraron a Silencio para una hacienda en las provincias del oeste.
Y esta vez, no había más que decir.
Todos allí sabían lo que significaba el trabajo de los esclavos en las haciendas: sol a pleno durante interminables jornadas, látigo para los débiles, noches dolorosas, picaduras de insectos, agua con mal sabor.
Y los tambores volvieron a llorar.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
En aquella oportunidad, Raquel comprendió que de nada valdría pedir ni encapricharse. Además, las palabras de su padre le traían otras preocupaciones.
-¿Mi piano se quedará aquí?
-Por supuesto, Raquel. Tu piano se quedará.
El señor Fontezo y Cabrera dio por terminada la conversación.
-Ve y dile a Silencio que junte las cosas que le pertenecen. Mañana vendrán a buscarla.
La señora Fontezo y Cabrera seguía bordando flores muertas.
*
Muy pocas cosas tenía Silencio. Y ni siquiera se las llevaría todas.
Apenas armó un bulto de ropa. Después tomó su espejo. Y se fue al granero donde aprendía letras y números. Pasaría allí la última noche. Y allí esperaría a sus nuevos amos.
El granero estaba solitario. En el pizarrón, que se apoyaba contra la pared, permanecía escrita una parte de la clase dedicada a la letra M.
Silencio sostuvo, frente a su rostro, el pequeño espejo enmarcado en ébano. Entonces comenzó a moverlo muy despacio. De este modo podía ver, en el reflejo del cristal, el sitio donde había sido feliz: las altas ventanas, los techos de madera oscura, los fardos de heno, el piso de paja, un recipiente de tinta olvidado.
El espejo le mostró también el pizarrón, con las palabras que ella misma había escrito dos días antes: «AMO A MI AMITA».
Pero el espejo, como sucede, mostraba el mundo dado vuelta: «ATIMA IM A OMA».
Eso leyó Silencio en el pequeño espejo enmarcado en ébano que su madre le había dado antes de que se la llevaran para siempre. ATIMA IM A OMA.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
En el revés de las cosas, podrían haber dicho los tambores… En el revés de las cosas suele estar la verdad.
Al día siguiente a Raquel le costó trabajo entender por qué Silencio no estaba llorando.
-Porque tengo doce años, y puedo elegir mi nombre.
-¿Ya lo hiciste? -preguntó Raquel.
La esclava asintió con la cabeza y con la sonrisa.
-¿Qué nombre elegiste? ¿Aurelia?
-No.
-¿Josefina, Alma, Anita?
-No.
-¿Remedios, Magdalena?
-Tampoco.
-¿Qué nombre elegiste? ¿Esther?
-Ese tampoco
-¿Qué nombre elegiste?
-Atima Imaoma.
Raquel no había entendido. Y volvió a preguntar:
-¿Qué dijiste?
-Atima Imaoma -respondió la esclava.
-¿Y cómo se te ocurrió ese nombre?
-No fui yo. Me lo dio el espejo.
Raquel movió la cabeza igual que, a veces, lo hacía su madre.
-No hables así. Tus nuevos amos te van a azotar por andar repitiendo hechicerías de negros. ¿Me entendiste?
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Y los nuevos amos llegaron a media mañana. Sin tiempo para esperar largas despedidas y, mucho menos, llantos. Atima Imaoma y Raquel apenas pudieron darse el último abrazo.
Fue entonces cuando Raquel dijo algo que aún no podía entender.
-Te voy a buscar. Prometo que, algún día, iré a buscarte.
-¡Arre…! -y el carro partió con rumbo a las provincias del oeste.
Raquel corrió un poco por el camino, repitiendo un saludo que solo ellas podían entender.
-Adiós, Atima Imaoma…
«Adiós», respondieron los tambores.

Comentarios